No es que Dios se haya olvidado de nosotros, es que nosotros nos hemos olvidado de él. Lo hemos suplantado por un iphone. En los albores de nuestra humanidad la espiritualidad era el centro del hombre. El hombre necesitó ritos para explicarse el mundo, la religión surgió como tal, más tarde, los ritos se convirtieron en sangre, lo que nació como un camino de autoconocimiento y desarrollo espiritual, se convirtió en dogma y ahí empezaron los problemas. El problema no es Dios, Yahvhe, Buda o Sidharta , el problema es lo que los hombres han hecho con su relación con lo sagrado. En nombre de tantos dioses del pasado se han cometido verdaderos genocidios, que aún habiendo sido acometidos en nombre de la religión, paradójicamente lo que han conseguido es alejar aún más al hombre de su parte espiritual, sagrada y genuina. Si al principio el centro del hombre era su espiritualidad, desarrollada a su vez a través del concepto tribal de grupo, a lo largo de los siglos se ha ido sumando un nuevo centro hasta llegar al famoso Dios ha muerto, el dinero como principio mismo del capitalismo. De la paulatina y sagaz sustitución de los ritos por los trueques, hemos necesitados siglos para realizar este cambio que desde hace tiempo permanece en prácticamente la mayor parte de las sociedades occidentales. Hemos cambiado las premisas. Dios es la totalidad. Ahora, el dinero es la totalidad por lo que el dinero es Dios. El signo de nuestro tiempo está en nuestras carteras, en una tarjeta de crédito. No hay rastro de Fé. Y no me refiero especialmente al Dios cristiano, que también, me refiero a la relación que desde el origen de la humanidad se ha cultivado con lo espiritual del hombre, con lo sagrado. ¿Qué pasa con lo sagrado en estos días? ¿Qué tenemos en vez de eso?
Una generación de almas rotas y corazones envenenados y oprimidos por un sistema que se resquebraja, es aquí donde el texto de los Iluminados empieza a construir su relato. La obra nos presenta la vida de 4 personajes que intentan mantener su idealismo a flote, en mitad de una tormenta que parece no terminar nunca. Pero ¿cómo podemos reencontrarnos con lo sagrado si en nosotros mismos está plantada la semilla de la indolencia y la incredulidad? A mitad de camino entre la Fé y el autoengaño los personajes se encuentran con sus propios demonios a medida que avanza la obra. Y es que ya se sabe, cuando Dios te roza la cara, el diablo te agarra del pie…
La indolencia como refugio…
Hay una falsa espiritualidad impostada y repleta de psicologismos baratos que se empezó a gestar con la generación beat, allá en los años 50 norteamericanos. Ellos ya empezaron a hablar de algo que ahora está más exacerbado que nunca. Ellos ya nos hablaban desde la desesperación profunda de sentirse herederos de un sistema envenenado . Eran conscientes de esta falta de conexión con lo sagrado, y quizá por ello empezaron a tratar de desarollar nuevos puntos de vista amparándose desesperadamente en filosofías orientales mientras se metías 3 rayas de coca y se ponían de opio. Estaban demasiado tomados ya por la bruma narcótica del capitalismo, el veneno estaba ya en su sangre y se mimetizó en ellos con tanta fuerza que lo único que les quedaba era encender la mecha y reventar, parafraseando a uno de los personajes de la obra.
Ante la imposibilidad de encontrar rastro de lo sagrado en su interior , surge esa desconexión que desintegra al individuo y que le hace ciego a su alma, a su dolor y a sus carencias. Comienza entonces el camino de la indolencia y el alivio sistemático mediante las drogas o el sexo. ¿Qué hacer con el vacío que habita en nosotros?¿Cómo llenarlo? ¿Cómo gestionar y entender lo carencial en cada uno de nosotros? Es increíble como occidente se ha esmerado tanto para darnos placebos y así llenar esos agujeros en lo más profundo de nuestra alma. Engordaremos como vacas, y un buen día reventaremos de tanto engordar…y simplemente se acabó. Gracias a todo el equipo de Los Iluminados por hacerme partícipe de este hermoso viaje dentro del alma humana.
He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles, negros al amanecer buscando una dosis furiosa, cabezas de ángel abrasadas por la antigua conexión celestial al dínamo estrellado de la maquinaria de la noche, quienes pobres y andrajosos y con ojos cavernosos y altos se levantaron fumando en la oscuridad sobrenatural de los departamentos con agua fría flotando a través de las alturas de las ciudades contemplando el jazz.
Quienes expusieron sus cerebros al Cielo, bajo El y vieron ángeles Mahometanos tambaleándose en los techos de apartamentos iluminados.
Quienes pasaron por las universidades con ojos radiantes y frescos alucinando con Arkansas y la tragedia luminosa de Blake entre los estudiantes de la guerra.
Quienes fueron expulsados de las academias por locos por publicar odas obscenas en las ventanas del cráneo.
Quienes se encogieron sin afeitar y en ropa interior, quemando su dinero en papeleras y escuchando el Terror a través de las paredes.
Quienes se jodieron sus pelos púbicos al volver de Laredo con un cinturón de marihuana para New York.
Quienes comieron fuego en hoteles coloreados o bebieron trementina en Paradise Alley, muerte, o purgaron sus torsos noche tras noche con sueños, con drogas, con pesadillas despiertas, alcohol y verga y bolas infinitas, ceguera incomparable; calles de nubes vibrantes y relámpagos en la mente saltando hacia los polos de Canadá y Paterson, iluminando todas las palabras inmóviles del Tiempo, sólidos peyotes de los vestíbulos, amaneceres en el cementerio del árbol verde, ebriedad del vino en los tejados, puestos municipales el neón estridente luces del tráfico parpadeantes, vibraciones del sol, la luna y los árboles en los bulliciosos crepúsculos de invierno de Brooklyn, estrepitosos tarros de basura y una regia clase de iluminación de la mente.
Quienes se encadenaron a sí mismos a los subterráneos para el viaje infinito desde Battery al santo Bronx en benzedrina hasta que el ruido de las ruedas y niños empujándolos hacia salidas exploradas estremecidas y desiertos golpeados de cerebros absolutamente secos de esplendor en la melancólica luz del Zoo.
Quienes se hundieron toda la noche en la luz submarina de Bickford’s emergidos y sentados junto a la añeja cerveza después del mediodía en el desola’do Fugazzi’s, escuchando el crujido del destino en la caja de música de hidrógeno.
Quienes hablaron setenta horas seguidas desde el parque a la barra a Bellevue al museo al Puente de Brooklyn, batallón perdido de conversadores platónicos bajando de espaldas las escaleras de escape de los alfeizares del Empire State lejos de la luna, gritando incoherencias, vomitando susurrando hechos y recuerdos y anécdotas y patadas en la bola del ojo y traumas de hospitales y cárceles y guerras, intelectos enteros disgregados en amnesia por siete días y noches con ojos brillantes, carne para la Sinagoga arrojada al pavimento.
Quienes se desvanecieron en ninguna parte de Zen New Jersey dejando un reguero de ambiguas postales ilustradas de Atlantic City Hall, sufriendo sudores orientales y artritis Tangerianas y jaquecas de China bajo la basura en las salas sin muebles de Newark.
Quienes dieron vueltas y vueltas en la medianoche por el patio de trenes preguntándose adónde ir, y fueron, sin dejar corazones rotos.
Quienes prendieron cigarrillos en vagones traqueteando por la nieve hacia granjas solitarias en la noche del abuelo.
Quienes estudiaron a Plotino, Poe, San Juan de La Cruz, telepatía y cábala debido a que el cosmos instintivamente vibraba en sus pies en Kansas.
Quienes solos por las calles de Idaho buscaban ángeles indios visionarios que fueran ángeles indios visionarios.
Quienes pensaban que sólo estaban locos cuando Baltimore destellaba en éxtasis sobrenatural.
Quienes saltaron a limusinas con el Chinaman de Oklahoma impulsados por la lluvia de los pequeños pueblos a la luz callejera de la medianoche del invierno.
Quienes haraganeaban hambrientos y solos por Houston buscando jazz o sexo o sopa, y siguieron al brillante español para conversar sobre América y la eternidad, una tarea sin esperanza, y tomaron un barco para Africa.
Quienes desaparecieron en los volcanes de México dejando tras suyo nada excepto la sombra del estiércol y la lava y la ceniza de la poesía quemada en Chicago.
Quienes reaparecieron en la Costa Oeste investigando el F.B.I. en barbas y pantalones cortos con grandes ojos pacifistas atractivos en su oscura piel entregando incomprensibles folletos.
Quienes se quemaron sus brazos con cigarros encendidos protestando contra la bruma narcótica del tabaco del Capitalismo.
Quienes distribuyeron panfletos supercomunistas en Union Square sollozando y desvistiéndose mientras las sirenas de Los Alamos los deprimían, y se deprimía Wall, y el ferry de Staten Islan también se deprimía.
Quienes rompieron a llorar en blancos gimnasios desnudos y temblorosos frente a la maquinaria de otros esqueletos.
Quienes mordieron detectives en el cuello y chillaron con placer en autos policiales por no cometer un crimen salvo su propia pederastia salvaje y su intoxicación.
Quienes aullaron de rodillas en el metro y fueron arrastrados por el techo ondeando sus genitales y manuscritos.
Quienes permitieron ser penetrados por el ano por virtuosos motociclistas, y gritaron con alegría.
Quienes chuparon y fueron chupados por aquellos serafines humanos, los marineros, caricias del amor Atlántico y Caribeño.
Quienes eyacularon en la mañana en la tarde en jardines de rosas y en el pasto de parques públicos y cementerios esparciendo su semen libremente a quienquiera que llegara.
Quienes hiparon sin cesar tratando de reír pero se torcían de llanto detrás de un cubículo de un Baño Turco cuando el ángel rubio y desnudo venía a atravesarlos con una espada.
Quienes perdieron a sus amantes por las tres viejas musarañas del destino, la musaraña tuerta del dólar heterosexual, la musaraña tuerta que hace guiños fuera del útero y la musaraña tuerta que no hace nada sino sentarse en su trasero y corta las hebras doradas intelectuales del vislumbre del artesano.
Quienes copularon extáticos e insaciables con una botella de cerveza, un novio, un paquete de cigarrillos, una vela y se cayeron de la cama, y continuaron en el suelo y por los pasillos y terminaron desmayándose en la pared con una visión del último coño y llegaron a eludir el último atisbo de conciencia.
Quienes endulzaron las conchitas de un millón de chicas temblorosas en el ocaso, y tenían los ojos rojos en la mañana pero preparados para endulzar las conchitas del sol naciente, destellantes traseros bajo los establos y desnudos en el lago.
Ahullido Allen Ginsberg